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Argentina, país de contradicciones, de tango y lunfardo, de Borges y Gardel, de Messi y Maradona, donde el folclor de la cumbia converge con los cantos de las hinchadas y los murmullos de las tardes de un Boca-River, se halla hoy bajo el embrujo de una voz que, como un profeta desgarrado, grita en el desierto de su economía y en la tempestad de sus pasiones políticas. Javier Milei, cual protagonista de un relato kafkiano, apareció en la escena política de la región portando la bandera de una libertad absoluta, despojada de matices y cargada de una furia que resulta más inquietante que esperanzadora.
La primera impresión de Milei es la de un hombre que se ha constituido como su propia metáfora. Su cabello desgreñado simboliza la furia de un sistema económico que, según él, necesita ser despedazado y su tono vehemente representa la indignación de una sociedad que se siente traicionada por décadas de promesas incumplidas.
Pero detrás de esa fachada histriónica que cautiva y repele en igual medida, se esconde un ideólogo férreo que se ha apropiado de un lenguaje seductor y peligroso. «El Estado es un enemigo al que hay que destruir», dice con la contundencia de quien no admite réplica, y en esa frase, que suena como un disparo en la noche, está encapsulado el núcleo de su credo político: la libertad entendida como un absoluto, como una fuerza purificadora que debe arrasar con todo a su paso.
La llegada de Milei a la política parece un acto teatral que no permite indiferencias, un grito en la penumbra de una nación que lleva décadas buscando su destino, como quien busca un puerto en medio de la tormenta. En todo caso, no es la primera vez que el pueblo argentino abraza a un líder que se proclama salvador, aun cuando Milei no es un caudillo tradicional.
De hecho, sus alocuciones impregnadas de citas a Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, padres del libertarismo mundial, tienden a invocar un «nuevo contrato social» donde el Estado no solo es un mal necesario, sino el peor de los males.
«El Estado es una máquina de robar», ha dicho, y esas palabras retumban en los oídos de una sociedad hastiada de la corrupción y la ineficiencia gubernamental. Tanto ha de ser así que en las pasadas elecciones se caló en la Casa Rosada con el 56 % de la votación general. Sin embargo, ¿es posible construir una sociedad solo sobre los escombros de lo que odiamos?
La libertad que Milei proclama no es la que soñaban los poetas ni la que defendieron los héroes, sino que se alimenta del egoísmo, que ignora las complejidades de lo humano y que parece construirse más sobre el rechazo a lo existente que sobre la esperanza de algo nuevo; es el tipo de libertad que, como escribió Albert Camus, «se convierte en su propia tiranía cuando se ejerce sin límites ni responsabilidad».
En el discurso de Milei el mercado ejerce como un dios omnipotente y todo lo que huela a intervención estatal es reducido al terreno de lo demoníaco, porque siempre ha denunciado con precisión quirúrgica las miserias del estatismo argentino: la inflación galopante, el déficit fiscal interminable, el clientelismo que carcome el tejido social, pero su solución —una economía desregulada al extremo, con la eliminación de los bancos centrales y la dolarización como panacea— recuerda más a un experimento ideológico que a una propuesta viable. Y como en cualquier utopía, su modelo económico parece ignorar las contradicciones inherentes a la condición humana.
En su afán por destruir lo que llama «la casta», Milei ha dividido al país en dos bandos irreconciliables: los libres y los esclavos, los productivos y los parasitarios, siendo que esa moral binaria, que podría evocar las tragedias griegas, resulta profundamente simplista. El peluca, como lo llaman sus fanáticos más eufóricos, no entiende, o no quiere entender, que el problema no solo son los políticos, sino las estructuras que los producen, las desigualdades que los alimentan, las desesperanzas que los perpetúan. No es difícil imaginar a Sófocles escribiendo sobre un personaje como Milei, cuyo exceso de hybris —cierta desmesura del orgullo— podría ser tanto su fuerza como su perdición.
La política, como bien sabemos, no se sostiene con dogmas, sino con instituciones, acuerdos y una paciencia que Milei parece no estar dispuesto a practicar. Es, como bien lo supo Aristóteles, el arte del diálogo, del acuerdo, de la construcción de una comunidad. En ese sentido, el presidente de los argentinos suele no tener respuestas convincentes. «Que se vayan todos», grita, pero no explica quiénes vendrán después ni cómo evitar que se reproduzcan los mismos vicios de los que acusa al presente.
El ascenso de Milei no puede entenderse solo desde su figura. En el fondo, su llegada al poder es un síntoma más que una causa, que no habría sido posible sin el hartazgo de una sociedad que se siente traicionada por sus élites, sin el enojo de generaciones que han visto cómo se desmorona la promesa de una Argentina próspera y justa. Es, sobre todo, el resultado de un país que ha perdido el rumbo, que alterna entre la nostalgia de su grandeza pasada y el miedo a un futuro incierto. Ya decía Juan José Saer que «en la Argentina todo se exagera, incluso la desesperación», de manera que la «grandeza» de Milei, como la de Gustavo Petro, es una exacerbación del desespero: una apuesta por el riesgo cuando las certezas ya no convencen.
Ahora bien, el reto para la Argentina no solo radica en evaluar las ideas de su presidente, sino en confrontar sus propios fantasmas: el eterno retorno de las crisis, la incapacidad de construir instituciones sólidas, la cultura de la improvisación que tantas veces la ha conducido al fracaso, porque bien dijo Nietzsche que «todo redentor lleva consigo una sombra», y la sombra de Milei es la del desprecio por la solidaridad, la de una visión política que se reduce a un campo de batalla donde solo hay vencedores y derrotados.
No es fácil prever qué destino le aguarda a este hombre que ha transformado su indignación en un espectáculo nacional. A lo mejor, como Ícaro, termine consumido por el fuego de sus propias ambiciones. O quizá, como tantos otros líderes que prometieron revoluciones, se vea atrapado por la banalidad del poder, por las contradicciones de un sistema que no puede destruir porque depende de él para sobrevivir. Lo único cierto es que Javier Milei es el espejo de una nación que, como escribió Borges, «sueña con héroes, pero teme a los hombres comunes». Tal vez, al final, el verdadero desafío no sea entender a Milei, sino entendernos a nosotros mismos.
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