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Miles y miles son las confesiones religiosas e iglesias con personería jurídica registradas en Colombia, que por su “naturaleza” de entidades de beneficencia y utilidad común, no pagan impuesto de renta, esto a pesar de que han acumulado un patrimonio fastuoso (se afirma que más de 19 billones de pesos), pese a que desarrollan actividades comerciales de venta de bienes y servicios y tienen múltiples beneficios fiscales nacionales y municipales.
Los privilegios de esas organizaciones “sin ánimo de lucro”, que bien visto son poderosas empresas del negocio de la fe y vigorosas organizaciones de mercados inmobiliarios y financieros, se amparan en leyes, y las leyes por supuesto se amparan en políticos y congresistas, que a su vez se amparan en las iglesias y así sucesivamente un círculo interminable que hace que Juan y Luis y usted y yo paguemos impuestos por nuestros salarios, por las compras en el supermercado, por tener casa, en fin, por vivir y sobre todo por morir (impuesto a las sucesiones), pero las iglesias no.
Incluso los privilegios ficales de la Iglesia católica, tras mucha historia, mucha misericordia, mucha sangre corrida, tanta luz y tanta oscuridad (esto sin entrar en detalles que el lector imaginará en cuanto a sótanos y sotanas), se ampara en el Concordato, un acuerdo internacional en todo el sentido de la palabra, por lo tanto intocable o imposible de afectar unilateralmente por el Estado colombiano.
El apóstol San Mateo, dicho sea de paso, antes de ser esa figura de la Iglesia católica, fue recaudador de impuestos, un publicano; algo simbólico si se aprecia la imposibilidad de que el gobierno siquiera mire el patrimonio acumulado, los ingresos o la riqueza de esta la más grande aún de todas las confesiones en el país.
En fin, en la teoría redistributiva más simple de la hacienda pública, los impuestos que en algún momento hacen doler nuestro bolsillo, los que gravan salarios, propiedades y patrimonio, gasolina, las ventas o las gestiones empresariales, sirven para conseguir que los chulos no vuelen en círculo en un estado de absoluto caos; sirven en teoría para pagar salud, seguridad, educación, bienestar, algo de estética existencial y desde luego, atender a los más necesitados, también en teoría, para que salgan de la pobreza.
Por eso, cuando el gobierno cobra impuestos y alguien se los roba de algún modo, consideramos que el Estado es un Estado parásito. Por eso, tanto daño causa que los empresarios, los políticos, los funcionarios corruptos, los señores de los bancos y las infraestructuras eludan o no paguen.
Pues bien, que las miles de iglesias y confesiones religiosas existentes no paguen impuestos y conserven privilegios fiscales es a todas luces una afrenta a una sociedad que tiene una población pobre del 33%; una que enfrenta tan profundas inequidades y conflictividades sociales.
Otra reforma tributaria se anuncia y ya es momento de que paguen, como pagan sus creyentes y como pagan los no creyentes; allí se verá si en nombre de la fe seguiremos todos los colombianos financiando privilegios de las iglesias o el “gobierno del cambio” consigue un verdadero cambio que mejore un poco esta cuestión de fe.
Del mismo autor: Entre Bateman y Benedetti
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